El resto
del mundo buscaba las respuestas. Ella tenía las preguntas.
Era un domingo
con etiqueta de fiesta
de sábado
enredado en nostalgia.
Yo caminaba sola,
a caballo entre
mi cansancio
y la esperanza
que te ordenan tener,
mirando al suelo
-siempre-
para no perder
detalle
de la belleza de
las cosas que son más pequeñas que nosotros.
No sabía dónde
iba:
estaba atrapada
entre una huida que acababa siempre liberándome
y una libertad
que me volvía presa de mí misma.
De repente
empezó la lluvia
y,
como si fuera una
banda sonora programada
de una de esas
estúpidas películas felices
o el tiro que
indica la salida de la carrera de tu vida hacia la muerte,
levanté la mirada
y fui testigo de
cómo Gran Vía guardaba silencio,
como calla quien
no sabe qué decir ante lo que es más grande que él.
Ella,
así, con
mayúscula,
como se escribe
Lluvia, Invierno y Tristeza
o Pájaro, Amor y
Saliva.
Ella.
Paseaba despacio,
se la veía tan
segura
de que el mundo
dependía en ese momento de sus pies
que la prisa no
entraba en sus pasos.
Sonreía a solas,
como un prodigio
animal en medio de una selva humana.
Parecía que
decía:
idiotas, la
solución a todo está en nuestras bocas.
Zarandeaba sus
manos
buscando algún
tipo de herida,
tenía los ojos de
color café batalla
y en el pelo un
millar de caricias en marzo.
Su pecho parecía
batirse en retirada a cada latido
y sin embargo era
fácil entender que era el aire
el que la
respiraba a ella.
Miraba al horizonte:
cualquiera en su
loco juicio
hubiera dicho de
ella que tenía todas las preguntas,
que era una niña
perdida
que había venido
a salvar(me d) el mundo
porque nunca lo
sabría,
que probablemente
habría nacido en una nube
y se marcharía
con la próxima tormenta
con el resto de
todas esas historias
que violan con
violencia vidas.
A través del
deseo
de querer besarle
los párpados,
me di cuenta de
que era uno de esos seres
que jamás,
ni aun empeñando
tu empeño,
podrías llegar a
conocer.
Era una de esas
maravillas
que te hacen
querer ser humano.
Juro que no
exagero
si os digo que
todo mi invierno se concentró en su cara,
que la lluvia era
más pequeña que ella
-igual que mi
corazón,
los árboles y la
contaminación de Madrid-,
que nada tienen
que hacer las mariposas y los terremotos
cuando ella
pestañea,
que la miré como
si Gran Vía fuera el diluvio universal
y Noé la hubiera
señalado solo a ella.
Que la vida
puede durar un
cruce de miradas
en medio de una
tormenta.
Y os aseguro que
eso es un regalo,
eso es más que
suficiente.
E igual que
apareció,
se marchó:
como quien camina
de puntillas
y provoca
estampidas de latidos.
Disimulando,
como si no
creyera en la poesía
y pensara que
todo lo que no se dice en voz alta
no existe.
Como un secreto,
ignorante de que
son silencios
que hacen más
ruido que la verdad.
Y yo la dejé
irse,
sin nombrarla
para no romper su
existencia.
Elvira Sastre
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